La expresión “por una democracia analítica” es un anhelo, en el sentido más analítico del término, un Wunsch en alemán. Casi un sueño, es decir la realización de un deseo, un Wunscherfüllung. Una democracia analítica es la aspiración, la formulación de un deseo que reconoce que los vínculos en los que se funda todo grupo humano incluyen un nudo imposible de tratar, un imposible en el sentido más lógico del término. Lo imposible, sin embargo, no es lo contrario de lo posible. Lo imposible en la lógica lacaniana es lo real, es lo que no cesa de no escribirse, es lo que no deja de no suceder pero que insiste en todo lo que se escribe y en todo lo que sucede. Lo imposible no es tampoco un ideal utópico ‒aunque las utopías, por muy mala prensa que tengan, sean a menudo una buena brújula‒, ni es tampoco un cebo para seguir soñando. Lo imposible que anida en todo grupo humano es el reconocimiento mutuo y recíproco, la asunción plena y consentida del goce del Otro como radicalmente ajeno, como aquella forma de satisfacción y de ser que me parece ajena pero que habita igualmente en la intimidad más íntima de mí mismo, como un goce que, he de suponer, es goce del Otro, con mayúscula. Y el Otro es también el lugar del inconsciente, de mi no querer saber nada de lo que se satisface en mí sin yo quererlo, más allá incluso de mi placer. Lo más real del goce del Otro se nos hace entonces presente en todo lo que rechazamos como intolerable. Decir “proyección” ‒decir que simplemente proyecto en los demás lo que no sé ni soporto de mí mismo‒ es simplificar demasiado las cosas ya que podemos decir que también es una “introyección”, en un espacio que no admite una frontera clara entre el interior y el exterior.
El goce del Otro, la forma que cada otro tiene de disfrutar, de satisfacer sus deseos y sus pulsiones, es, ya lo vemos, la objeción más radical al mantenimiento de los vínculos sociales en una democracia. La lógica fálica de los universales no hace más que agravar esta inercia del grupo social hacia la segregación del goce del Otro. Una democracia analítica debería poder funcionar con la lógica del No-Todo como la única que puede tener en cuenta la singularidad del sujeto de la palabra y del goce, más allá de las identificaciones de su Yo en el grupo ‒lingüístico, nacional, profesional o religioso. Esto implica una conversación constante que llegue a encontrar la singularidad de cada sujeto cuando se producen los conflictos inevitables en la diversidad de formas de gozar.
La democracia contra sí misma
El psicoanálisis sólo ha podido subsistir, como discurso y como experiencia, en un régimen de democracia política y de libertad de palabra. Esto significa también un espacio social de respeto máximo por las diversas formas de vida y de gozar, siempre singulares y nunca homogéneas en nombre de cualquier ideal de normalidad. La alteridad del goce, como la del inconsciente, es constitutiva de esta singularidad del sujeto. La democracia política es así el orden social más compatible que podemos conocer con la pluralidad de las formas de gozar y con la diversidad de los vínculos sociales que se extienden más allá de la llamada globalización. Al revés de lo que se puede pensar a veces, la llamada globalización ‒que es de hecho una nueva alianza entre el neocapitalismo y las tecno-ciencias‒ produce una multiplicidad de formas de vida y de gozar cada vez menos adecuadas a los ideales de normalidad y de adaptación que, por otro lado, quieren imponerse de manera más o menos autoritaria, más o menos sutil. Todas ellas producen sus propios síntomas, que son lo más verdadero de estas formas de gozar, lo que retorna de su verdad secreta, secreta también para aquellos mismos que sufren estos síntomas.
La libertad de palabra es entonces fundamental para la existencia del psicoanálisis. Pero no es nada seguro que esta libertad esté asegurada en las sociedades llamadas hoy democráticas, democracias formales que son cada vez más “neodemocracias totalitarias”, tal y como las ha calificado Conor Gearty, el pensador irlandés especialista en derechos humanos. La única regla de la práctica del psicoanálisis ‒“diga todo lo que se le ocurra, tal como le venga a la cabeza”‒ es una regla nada directiva, que pone en suspenso cualquier jerarquía previa en el discurso del sujeto. A menudo es en el detalle desapercibido donde encontramos el retorno de aquella verdad secreta y segregada. Es una regla que parte de la idea de que no hay verdad primera ni verdad última, que la verdad es un semblante que viene al lugar de la falta de la Verdad suprema y absoluta.
Esta falta en el Otro que le daría una garantía, su consistencia y completitud, es también lo que hace de toda democracia un sistema frágil. La segregación interna, la intolerancia a la diversidad de las formas de gozar, se hace entonces más presente y difícil de tratar. Es en este punto mismo donde vemos que las democracias pueden hacer implosión desde su interior, desde su propio tejido interno, y no tanto por un peligro o una circunstancia exteriores ‒ya sea por los flujos migratorios, tan temidos, o por los altibajos de la economía. En este punto, la democracia entra en contradicción con ella misma y el recurso al uso del poder, a la legalidad y, en última instancia, al poder de la fuerza se muestra de hecho como una impotencia para sostener una autoridad auténtica.
Podemos hacer nuestro entonces el título de una obra que tiene hoy todo su interés, La democracia contra sí misma, que recoge una serie de escritos de Marcel Gauchet (2002) a lo largo de los últimos veinte años. Marcel Gauchet sigue en varios momentos referencias psicoanalíticas y da fórmulas muy precisas sobre la crisis actual de las democracias. Sostiene que el triunfo de la democracia, como un ideal cada vez más vacío de contenido, puede ser también su acta de defunción, su crisis irremediable. De hecho, nunca como ahora la democracia había estado tan extendida y asumida como régimen político. Pero esto no parece que la haga más estable ni más auténtica. Al contrario, se convierte en “la nueva democracia que se instala, exclusivista, doctrinaria y autodestructiva” (Gauchet, 2002: 11-12). Parece entonces que el término “democracia” se haya convertido en un nuevo significante amo, en un ideal que viene a clausurar lo que debería motivarla y que radica en la estructura misma del lazo social: “La democracia ya no está puesta en cuestión: está precisamente amenazada de convertirse en un fantasma al perder su sustancia desde dentro, por efecto de sus propios ideales. Al asegurarse sus bases de derecho, pierde de vista el poder de gobernarse. La coronación de los derechos del hombre marca, de hecho, una nueva entrada en crisis de las democracias al mismo tiempo que su triunfo” (Gauchet, 2002: 4901 a 4904).
El recurso constante que hay que hacer entonces a la universalidad de los derechos humanos es para Marcel Gauchet una trampa parecida a la que Alexandre Kojève señala cuando sostiene que la legalidad es el cadáver de la autoridad. Los derechos humanos entendidos como la última base legal para sostener un Estado de derecho y una democracia se convierten así también un cadáver de la autoridad política que se puede traducir en un simple abuso del poder del lenguaje. Es en nombre de los derechos humanos como pueden conculcarse hoy los derechos humanos, es en nombre de la democracia como puede degradarse también el vínculo social que debe hacer posible la democracia. Marcel Gauchet es muy sensible a la tensión que existe entre la lógica de los universales y de los particulares con lo singular. Pone así de relieve la serie de paradojas que hay en este uso y abuso del poder de la propia palabra en contra de la autoridad democrática. Es la tensión irreductible entre la pluralidad de las singularidades de los seres que hablan y sus vínculos en el colectivo: “¿Cómo obtener, a partir de esta irreductible pluralidad de existencias separadas, una suma colectiva viable? Conocemos las respuestas teóricas que han sido aportadas por el siglo XVIII a estas preguntas: el contrato por un lado, el mercado entendido como forma política por el otro. Conocemos por otra parte la activación paroxística de las imagen-fuerzas del Uno, Pueblo y Nación, que ha suscitado por un contragolpe la perspectiva de una disolución atomística del lazo social.” (Gauchet, 2002: 596-600)
En este contexto, Marcel Gauchet sitúa la verdadera apuesta de la política como “el lugar de una fractura de la verdad” (Gauchet, 2002: 2988), el lugar precisamente donde se pone en juego la falta de garantía del Otro. La política —en la medida en que es inherente al ser de lenguaje, al “zoon politicon” (ζῷον, πολῑτῐκόν) aristotélico— es el espacio necesario de una conversación que parta de este punto de inconsistencia. Se trata de no por querer suturar, con una garantía o una verdad supuestamente exteriores, este mismo espacio sino de ponerlo en juego en cada acto de lenguaje.
La democracia, sin embargo, está enferma de querer garantizarse ella misma desde un lugar del Otro que le parecería más seguro, especialmente en el recurso a la legalidad. Hay que insistir en ello: la democracia no puede provenir de la simple legalidad, al contrario, es la legalidad la que debe provenir y debe interpretarse siempre con un ejercicio democrático de conversación, de una conversación sin condiciones. Si la democracia se ha convertido en el curso del tiempo en un puro significante amo, un significante que, como indicaba Jacques-Alain Miller (2002), no transmite nada, ninguna identidad, ninguna tradición, ninguna trascendencia, es porque ha venido a suturar el lugar que ella misma debería preservar, el lugar de la falta de significante de una garantía del Otro y en el Otro a la vez. El significado del término “democracia”, su sujeto, ha devenido así un lugar vacío bajo el peso y la exigencia de un significante que, por sí mismo, puede significar ya cualquier cosa y su contraria. Es un significante que sólo se significa a sí mismo. La autoridad que la democracia debería promover se rebaja entonces en el uso del poder, que sigue siendo, sin embargo, el poder de la palabra y del lenguaje. Con todo, el significante de una democracia sostenida sólo sobre su vacío de significado, la democracia reducida a una forma, es lo único que tenemos a veces para hacer obstáculo a la propia inercia del uso del poder, para que el Uno del significante amo no pueda imponerse a la fuerza, para que el camino de lo Uno quede obstaculizado, para que no se permita aplastar la singularidad del sujeto con la oscura autoridad del significante Amo que siempre puede convertirse en una nueva forma de autoritarismo. De hecho, tal y como indica Jacques-Alain Miller (2002), “la democracia ha sido siempre el privilegio de algunos, el privilegio de una clase en relación a otros que quedan excluidos”. Digamos entonces que la democracia formal es ponerse de acuerdo, durante un tiempo prudencial al menos, sobre qué élites deben gobernarnos. La democracia representativa, en la imposibilidad práctica de una democracia directa, lleva así en sí misma el virus que la enferma.
La democracia menguante
El diagnóstico de Marcel Gauchet y la necesidad que expone de una política que se haga cargo decididamente, más allá de la búsqueda de consensos vacíos, de la “fractura de la verdad” ‒de la imposibilidad de decir la verdad de la verdad, de la no existencia del Otro del Otro‒ nos muestra los límites de todo el pensamiento humanista proveniente de la Ilustración a la hora de analizar las paradojas de la democracia. El humanismo ha sido una de las mejores creencias en la existencia de un Otro del Otro, pero es también el mejor testimonio de los límites que ponen en cuestión su existencia. Un buen ejemplo de ello es el pensamiento de Rob Riemen, fundador del Instituto Nexus, institución independiente neerlandesa, creada en 1994, con el objetivo de fomentar el debate filosófico y cultural europeo. Rob Riemen, de formación católica y con un recorrido de acción sindical obrera, apostaba decididamente por una civilización humanista. El autor del ensayo Para combatir esta época ha alertado del resurgimiento del autoritarismo en las democracias modernas y se plantea la siguiente cuestión: ¿se trata de una crisis de la democracia o del retorno del fascismo como ideología implícita y dominante bajo la forma de un autoritarismo encubierto? “Podemos constatar que lo que con toda evidencia es un resurgimiento del fascismo en nuestra sociedad todavía no se puede llamar por su nombre.” (Riemen, 2.018: 48) El término “populismo” es demasiado equívoco para designar el recurso autoritario al poder del significante Amo cuando recubre lo que aún no se puede denominar de otro modo, lo que viene en el lugar de la falta del Otro.
Rob Riemen nos avisa también de la nueva alianza de las democracias liberales con la tecno-ciencia en la promoción de la eficiencia y de la rentabilidad, de la evaluación por la cifra, de la creencia en el imperio de la cantidad sobre los valores de la cualidad, de la reducción del sujeto a una variable cuantificable, al “hombre sin atributos” de Musil: “La ciencia como ideología no sólo nos ha vuelto estúpidos, sino también mudos. Ya no tenemos ni idea de qué significan las palabras y somos incapaces de mantener una auténtica conversación (…) Prefiero una civilización humanista” (Riemen, 2018: 118)
La ideología de la evaluación por la cifra, con su apariencia de ciencia objetiva, ha penetrado de tal manera en el tejido social y en el discurso que comanda los vínculos sociales ‒ya sea desde la pedagogía, desde la psicología, desde la dirección de empresas o desde la política misma, que ya no sabríamos reconocer los significados de las palabras que constituyen estos vínculos y el tejido mismo que forman. La evaluación por la cifra es, sin embargo, lo que gobierna hoy demasiadas veces la acción política, la política que funciona por previsiones estadísticas con el ideal de un algoritmo que diría la verdad de la verdad. Parece el éxito absoluto del poder invisible del significante Amo sobre la autoridad del sujeto al que pretende significar. Por fortuna, el síntoma se encarga, con el retorno de lo reprimido, de hacernos presente el sentido y el goce singular de estos significantes para cada sujeto. Es un sentido que hay que descifrar, es cierto, pero no con la cifra entendida como cantidad sino con el lenguaje cifrado que es el inconsciente, el Otro de cada uno, un sentido que sólo puede abrirse a la luz del día en la conversación analítica. Una cifra no podrá decir nunca el sentido de un discurso, al igual que un escáner del cerebro o la química de los neurotransmisores no podrán decirnos nunca el significado que una palabra tiene para un sujeto singular. Los neurocientíficos de hoy, por ejemplo, chocan una y otra vez con un real imposible de simbolizar que los filósofos de la ciencia les recuerdan cada día. Son los llamados qualia, definidos como las cualidades subjetivas de las experiencias individuales: la calidad de rojo que tiene cada uno de la percepción del color rojo o la experiencia del dolor que es igualmente singular para cada uno. Dicho de manera simple: una resonancia magnética no podrá decirnos nada de las resonancias semánticas que tiene el significado de una palabra para un sujeto singular. La ciencia, tal como la entendía Lacan, gana terreno a lo real descifrando el saber que encuentra allí, pero es al precio de reducir también lo real al mutismo, borrando cualquier signo de subjetividad. Hacer hablar a este real y entrar en una conversación con él, he aquí la tarea del psicoanálisis.
La autoridad de la ciencia llevada a todos los ámbitos de la vida humana, una autoridad que a veces se parece tanto a la autoridad que ha tenido tradicionalmente la religión, es hoy la autoridad epistémica mezclada con la autoridad teológica. No le es tan fácil a la ciencia contemporánea llevar a cabo un exorcismo del buen Dios con su discurso. Este cientismo encuentra hoy una de sus objeciones mayores, una constatación de principio, en el pensamiento humanista como el que defiende Rob Riemen. Pero es igualmente interesante seguir el pensamiento de este holandés en la crisis del Humanismo de la cual nos da un testimonio de una manera sobrecogedora. La idea de una verdad absoluta que lo regía “la verdad es absoluta” (Riemen, 2018: 65), la idea de la belleza como valor clásico de la Europa de la Ilustración, topa también a su manera con este real que el propio Humanismo había enmudecido. El psicoanálisis, heredero sin duda del Humanismo y de la Ilustración, heredero también de la ciencia moderna, escucha en los síntomas contemporáneos un retorno de una verdad que había quedado expulsada de su universo simbólico, una verdad que no es nunca absoluta y que es siempre pariente de las formas singulares de gozar que tienen los seres humanos. Estas formas de gozar hacen imposible sostener cualquier verdad como absoluta. La singularidad del goce agrieta toda verdad que se quiera proponer o imponer como la verdad toda o absoluta. La referencia al momento crucial que supuso el pensamiento de Friedrich Nietzsche, estrella fugaz en el cielo del pensamiento moral de Occidente, descalabro del pensamiento humanista, se hace entonces inevitable también para el humanismo de Rob Riemen: “Este hecho (…) también lo había entendido Nietzsche que había llegado a la misma conclusión: sin una verdad universal y absoluta, sin Dios o Logos o razón objetiva ‒o como sea que llamemos al dominio de los valores espirituales‒ no puede haber hoy un criterio común para determinar qué tiene valor, qué es justo, qué hace la existencia humana digna y decente” (Riemen, 2018: 121-122)
Rob Riemen, tras confesarse desencantado del ideal humanista, se pregunta entonces si sólo nos quedará ya el cinismo del intelectual de nuestros días para hacer de sombra a la oscura autoridad del cientismo. Y confía como muchos otros en la autoridad del saber, de la enseñanza, del arte pedagógico para salir adelante. Aquí, como en todas las concepciones de la democracia y del uso del poder, ha habido finalmente sólo dos vías: o Kant o Rousseau. O el imperativo categórico o el contrato social. Pero ambos se declaran igualmente en quiebra en su relación con el goce, y no siempre de la buena manera. Si Rob Riemen puede dar testimonio del atardecer de la tradición humanista, del reino de la Verdad, es porque la verdad es, como decía Lacan, “la hermanita del goce” (Lacan, 1969), siempre no-toda. Es precisamente una elaboración de esta dimensión, la del goce, lo que echamos de menos para llevar a cabo una auténtica conversación con el Humanismo y con la política que inspira en nuestros días. Es la dimensión inevitablemente segregada del lazo social que el psicoanálisis reintroduce decididamente desde su posición ética. Del goce del Otro, digámoslo claro, no queremos saber nada, a pesar de todas las buenas intenciones que tengamos para tolerarlo. En este punto, el pensamiento de Rob Riemen nos puede parecer sanamente contradictorio. Partiendo de una posición humanista hace una critica muy verdadera de las posiciones que hoy escuchamos en muchos pensadores: “(en) los intelectuales nihilistas que pretenden que el Humanismo ha caducado, que la verdad absoluta y los valores espirituales no existen, que nada tiene un valor duradero y que los valores universales y eternos son historia. En el fondo, todo es trivial, afirman estos sofistas, sin darse cuenta de que ellos mismos son los más triviales de todos” (Riemen, 2018: 64)
Y más adelante, sin embargo, Riemen nos da el testimonio igualmente verdadero de la división subjetiva que radica en lo más íntimo de todo pensamiento humanista: “Desde mi balcón, mirando toda aquella belleza que Sils Maria ofrece un día de otoño agradable, me di cuenta que quizás Paul Valéry y George Steiner tenían razón: la época de la civilización europea ha pasado, el sol cultural se ha puesto y no volverá (…) De pronto descubrieron que el mundo había cambiado profundamente. Antes de la guerra creían en el Humanismo, en el arte, y había una conciencia común del bien y del mal. Después de la guerra se dieron cuenta de que el humanismo había desaparecido y que habían ido a parar a una era tecnológica que antes ni habían imaginado, sin tener ni la más mínima idea de lo que iba a venir a continuación” (Riemen, 2018: 122-123)
Hay que hacer, en efecto, el duelo de aquella Europa que ya no será ni volverá a ser nunca más, la Europa de la Ilustración que dio a luz a la ciencia, al Humanismo y a los ideales de una democracia fundada en sus principios, pero que nutrió igualmente la sombra de la autoridad más oscura, la de los monstruos que la razón engendra, y no como su mal menor sino como el virus que la enferma y que puede aniquilarla. Dicho de una manera más radical: el reverso de Kant y de la Ilustración es la moral del Marqués de Sade con las oscuras chispas de las flores del mal de Baudelaire en el infierno de Rimbaud. Es lo que aprendemos con la experiencia analítica cuando escuchamos la dimensión del goce y de la pulsión de muerte, siempre viva debajo del imperativo categórico del Superyó. La autoridad “pedagógica”, el ideal de la cultura clásica europea, no es suficiente para tratarlo, es sólo su condición necesaria. La cultura de la civilización, la “Kultur ” como enseñaba Freud, produce su propio malestar, su propio síntoma. O también, dicho con los términos de Lacan: “Del mismo modo, es por el goce que la verdad encuentra cómo resistir al saber” (Lacan, 1968: 358).
El psicoanálisis no es un Humanismo, tampoco un anti-Humanismo. Quizás es un in-Humanismo o un des-Humanismo, de la misma manera que hablamos de la in-consciente o del des-ser. El psicoanálisis muestra que en el corazón del ser humano radica lo inhumano de la pulsión de muerte y del goce, la pulsión que es autoerótica y que no hace lazo con el Otro ni con sus saberes, que no hace tampoco lazo social y que plantea una objeción de principio a cualquier ideal democrático de justicia distributiva. La pulsión no quiere lo que el Otro no tiene, sino que el Otro no tenga lo que a ella siempre le falta, lo que siempre le falta para satisfacerse del todo en un objeto. Esta maquinaria infernal hace imposible cualquier lazo social que no tenga en cuenta la dimensión del goce, del goce segregado inevitablemente por este vínculo, pero que es a la vez el fundamento de cada vínculo que se establezca, ya sea el pedagógico, el científico, el político, el del amor mismo o el propiamente analítico.
El retorno del goce segregado tiene un nombre para el psicoanálisis: es el síntoma. Y el tratamiento del síntoma no puede ser su liquidación con el ideal higienista que suele imperar en las políticas de nuestros días. El síntoma, en el sentido analítico del término, no es una enfermedad ni puede ser tratado como una enfermedad. Como decía Freud del delirio, el síntoma no es la enfermedad sino el intento de curación, la manera que cada sujeto tiene, en su singularidad, de intentar adaptarse a una realidad siempre ajena y extraña a esta singularidad del goce. Sólo su desciframiento, igualmente singular, puede llegar a reducir el malestar a un sin sentido, a la opacidad de un goce con el que poder inventar una forma soportable de vínculo con los demás.
¿Es pensable una democracia a partir del síntoma? ¿Es posible una democracia analítica? Requeriría en todo caso de una conversación sostenida hasta el límite donde el goce del Otro deviene insoportable, sin ceder ni un palmo en esta exigencia que el imperativo analítico de Freud formuló de este modo: “Donde Ello era (el goce pulsional del Ello), Yo (como sujeto) debo advenir”. Es la brújula que la experiencia analítica tiene para orientarse con el sujeto en lo real del goce. Esta experiencia parecería una tarea imposible llevada a escala social y colectiva. Es, sin embargo, un imposible que debe tener todo su lugar en la experiencia política de la fractura de la verdad. Es también siguiendo este imperativo ético y analítico como una democracia podría hacerse finalmente sostenible.
Miquel Bassols es psicoanalista, reside en Barcelona.
Doctor de la Universidad de Paris 8, Departemento de Psicoanálisis, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y de la École de la Cause Freudienne, Docente de la Sección Clínica de Barcelona (Instituto del Campo Freudiano) y Presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis